jueves, 1 de diciembre de 2016

Imaginemos una mujer

Relato de Ángeles López (lectora del club)

 
Imaginemos a una mujer joven, delgada, de ojos claros y tez pálida. Imaginemos a la mujer caminando por la calle una noche fría de invierno. Imaginemos que empieza a andar más rápido. Que acelera el paso. Que empieza a correr. Que está corriendo. La mujer se abalanza sobre la puerta de su piso y saca las llaves del bolsillo con rapidez. Intenta meter la llave una, dos, tres veces. Logra entrar. Se aproxima al ascensor y aprieta varias veces el botón, dirigiendo la vista atrás mientras grita que llegue el ascensor, ¿por qué no llega el ascensor?, ¿¡dónde está ese puto ascensor!?

Al fin llega y la mujer salta dentro y aprieta el botón número 5. Las puertas se cierran con lentitud… La mujer permanece de pie en el ascensor, inquieta, sujetando con fuerza las llaves y apretando los labios. Las puertas empiezan a abrirse y da un paso atrás, temiendo a la oscuridad. Ve un pasillo oscuro, solitario, sin nada realmente especial salvo su estrechez. La mujer huye del ascensor tan rápido como entró en él y se lanza sobre una puerta. Las llaves vuelven a bailar en sus manos. Un escalofrío le recorre la espalda cuando logra meter la llave en la cerradura. La mujer contiene un grito y entra al apartamento dando un portazo tras ella. La mujer camina, respirando con dificultad, encendiendo todas las luces que encuentra, temiendo a la oscuridad y a sus criaturas. La mujer pone música a todo volumen y se ducha tatareando las canciones que se suceden en la lista de reproducción. Cuando sale, consigue recuperar la calma. Se ríe de sí misma pensando que ya está mayor para esas tonterías, esos miedos infantiles. El resto de la noche hasta que se acuesta sucede de forma monótona y cansada, con ese aire de rutina que tanto gozamos y odiamos al mismo tiempo. La mujer se acuesta en la cama, con el suceso de hace unas horas olvidado. La oscuridad la envuelve y ella disfruta del calor del edredón.

Entra en el apartamento. Se pasea por el pasillo con lentitud, sin emitir ningún ruido. Busca a su presa. Encuentra una puerta entreabierta y, dentro, escucha una tranquila respiración. Sonríe, se regocija en su exitosa caza. Entra al dormitorio y la observa unos segundos en la puerta, contemplando el edredón subir y bajar al ritmo de su pecho, sus labios entreabiertos, sus brazos rodeando la almohada…

¿Un ruido? La mujer se revuelve, inquieta. Abraza con más fuerza la almohada que tiene entre los brazos, buscando algo de seguridad en su inerte existencia. Pero su mente está inquieta, sabe que no está sola. Eran solo imaginaciones suyas, tonterías que le acabarían provocando pesadillas y que le harían pasar una mala noche. Decide darse la vuelta, buscando una postura más cómoda. Pero no puede moverse. El corazón de la mujer se salta un latido. “Muévete” “Muévete” piensa, pero no se mueve. La mujer grita, pero no emite ningún sonido. No puede mover los labios. Intenta abrir los ojos, pero sus párpados no quieren abrirse. “¡Despierta!” grita, pero inútilmente. Se revuelve sin hacerlo; lucha sin dar golpes; grita sin voz. En medio del pánico nota sus ojos mirarla fijamente. Su mente imagina los monstruos más aterradores que puede mientras siente que algo le oprime el pecho. Cada vez pesa más, y más. “No puedo respirar” gime, dando invisibles bocanadas de aire. Está perdiendo la consciencia, se está hundiendo en la oscuridad que la envuelve. Nota la risa de su asesino a su lado.

Su grito la despierta. Salta de la cama y busca con desesperación su móvil, incapaz de pensar en nada más. Las 9 de la mañana. “¿Una pesadilla?” se pregunta, dirigiendo la vista a la ventana. La luz del día baña el dormitorio, pero su cerebro aún está intranquilo. La mujer se levanta con lentitud de la cama y abre la ventana para respirar el aire de la mañana. “Una pesadilla” murmura, con una media sonrisa. La mujer sale de la habitación más tranquila, pensando en el día que le espera, con la vista fija en el futuro.

No sabe que la oscuridad no se ha ido y que la espera escondida en las sombras del armario. Imaginemos que la pesadilla se repite. Imaginemos que, esta noche, a una mujer la acosan sus miedos.

Imaginemos una mujer

Relato de Maribel Cerezuela (lectora del club)


Imaginemos una mujer agarrada a una baranda. Cada cierto tiempo danza, un, dos, tres…, un, dos, tres,.. Tiene los tobillos muy hinchados. Se sienta. Descansa con cara relajada y observa el cerezo que hay en la plaza. Seguimos aquí. Demasiado calor. Pregunta si puede salir a tomar un refresco. A su derecha encuentra una calle peatonal de piedra y un poco más al fondo un bar que parecía muy animado. Música conocida a todo volumen. Pide una limonada con pacharán y un bollo de chocolate. No debería, se dice, pero sigue comiendo. Oye unas risas de unos niños jugando en la plaza. Se acerca y les habla con mucho cariño. Sus manecitas están muy frías. ¡Vamos! La pequeña mira por la ventana. Ve alejarse los cerezos y pregunta: ¿A dónde vamos?

Imaginemos una mujer

Relato de Joaquín Casado Palenzuela (lector del club)


Imaginemos a una mujer de ojos cansados. Imaginemos a una mujer que, al respirar, siente que solo hay combustión en su pecho y que cada vez ese fuego va a más. Y no le importa, porque eso es lo que quiere: que vaya a más, que todo arda dentro de ella. Quiere que su epidermis se prenda como si estuviera recubierta de gasolina y que, poco a poco, acabe convirtiéndose en papel quemado, en polvo que viaje lo más lejos posible. Si puede escoger, quiere irse al espacio, huir de la estratosfera que no la deja respirar hondo. 

Imaginemos que esa mujer ha estado en el cuarto de baño de una gasolinera. Al verse en el espejo, después de lavarse las manos, solo podía verse las legañas. En el fondo de la esclerótica no podía ver nada. Ya ni se miraba al iris. Se había cansado de pretender ser algo. «Quien no puede, no puede», lo acabó por asumir de la manera más cruda. Salió de la gasolinera y, arrastrando los pies, siguió andando. Ya no quería seguir pretendiendo nada.

Imaginemos a esa mujer arrastrando los pies. Aunque fuera invierno, ella solo llevaba un vestido blanco. Por llevar, ni llevaba zapatos. Su piel, blanca como la espuma que se crea al morir una ola, combustionaba encima del asfalto. Pero no le importaba porque, recordemos, ella quería arder. Su melena rubia bajaba por su espalda como las serpientes que le retorcían sus arterias. Era noche cerrada; poco tiempo quedaría para el amanecer. ¿Qué día era? No lo sabía, pero tampoco le importaba. Aprendió cómo se decía «olvidar» en todas las lenguas, pero en ninguna le sirvió. «¿Qué hay malo en mí?», se había preguntado desde hacía demasiado tiempo. «¿Qué sucesión he tomado en mis decisiones, que siempre he escogido las equivocadas?». Había aprendido que no había nada que se mantuviera y, sobre todo, que se odiaba. Se odiaba con toda su alma, con el inefable cariño de una mujer que vivía dentro de su más terrible pesadilla. Había una enredadera dentro de su corazón que reptaba por todo su interior, creciendo y expandiéndose, cubriendo sus aurículas. Le dolía el corazón, y no podía hacer nada para evitarlo. Respiraba y lloraba lágrimas que caían por la inercia de una vida que no debía vivir.

Imaginemos a algunos transeúntes que la miraban al pasar. Cuando se alejaban, podía escuchar cómo se preguntaban si no tenía fría esa chica. Una anciana le quiso dar su abrigo, pero ella siguió andando. «Qué modales», chistó aquella anciana, acabando en un monólogo sobre la horrible educación que le daban hoy los padres a sus hijos. Ella no quería hablar con nadie cuyo frío estaba en el exterior y no en el interior.

Imaginemos que la mujer se ha parado. Se ha detenido en un puente por el que tendría que pasar un río pero que, como siempre, está seco. Solo hay unas vagas farolas esparcidas por el puente, y ella se colocó justo debajo de una. Nadie la veía aun así, y en verdad lo prefería. Nadie vio dónde estaba el problema, pero ella lo sabía: eran las serpientes de las arterias, era la enredadera de las aurículas del corazón, era el frío del interior. Era ella desde el principio.

Volvamos a imaginar sus ojos cansados mirando hacia el final del puente. Justo en lo más profundo del río seco había un charco. Dentro del charco, unas escleróticas devolvían la mirada perdida de nuestra chica. Era otra mujer que la miraba desde dentro del charco.
Era ella desde el principio. Oniria.

Saltó.

Imaginemos una mujer

Relato de José Javier Torres Fernández (lector del Club)


Imaginemos a una mujer sentada en un banco a la sombra, con un libro en las manos y una bufanda roja al cuello que luchaba por que el viento frío no se la llevase. Estaba concentrada en la lectura pero, aunque os pueda interesar la historia que estaba leyendo, os voy a describir la escena.

Imaginemos a una mujer sentada en un banco, a la sombra de los árboles del parque, que estaba haciendo tiempo leyendo un libro hasta que diera la hora de abrir su juguetería. Los pájaros cantaban y revoloteaban de un árbol a otro ajenos a más realidad que la suya propia. El viento soplaba no muy fuerte, aunque sí lo suficiente para calar a través de la ropa y hacer volar algún que otro fular. La gente paseaba por el parque: había niños jugando a la rayuela, una pareja en otro banco se apretaba fuertemente las manos entrelazadas, dándose apoyo el uno al otro, y varias personas haciendo deporte (unas corrían, otras iban en bicicleta y algunos simplemente intentaban que el resto pensara que estaban haciendo deporte). A lo lejos se podía escuchar las ruedas de una maleta contra las piedras y la tierra, aproximándose a pasar por delante de ella.

    Las ruedas de la maleta la sacaron de la lectura como la típica mosca que viene a susurrarte al oído que la espantes. Ella ni siquiera levantó la vista hacia la persona que tiraba de la maleta, se preguntó qué llevaría en ella, cuyo ruido de las ruedas tanto la había desconcentrado e intentó volver a su lectura olvidando mirar antes la hora en su reloj colocado en la mano derecha.
Sin embargo, no pudo volver a concentrarse. Empezó a pensar en todos los juguetes tan especiales y únicos, que con tanto cariño había hecho, esperando a ser vendidos, colocados con mucho esmero y cuidado en las vitrinas y escaparates de su tienda. Todas las caretas pintadas a mano, las marionetas a tamaño real a las que sólo le podía dedicar un par de horas en la madrugada por ser éstas solo suyas. Los relojes de cuco, los trenes de vapor en miniatura, el típico payaso que a unos tanto gusta y que a otros tanto asusta, el mono de cuerda con los platillos en las manos y las preciosas muñecas de trapo o porcelana para todos los gustos y colores, para todas y todos los niños, niñas o mayores.
    Se dio cuenta de que el santo se le había ido al cielo y al mirar el reloj vio que ya iba tarde para abrir su querida tienda, así que guardó el libro en su bolso y corrió al otro lado de la carretera donde estaba la juguetería.

    Imaginemos a una mujer que en su juguetería y la lectura encontraba el refugio que nunca consiguió por otros medios, aunque se hubiera quemado y destrozado intentándolo. Había dejado ya tiempo atrás de soñar con aquella perfección que deseaba encontrar, había terminado por pensar que aunque la realidad superase a la ficción, para ella la ficción se convertiría en su realidad. Había construido muros físicos y metafóricos a su alrededor. Sólo podía pensar en seguir estando para averiguar qué o quién estaría a la vuelta de la esquina.

Llevaba ya tiempo soñando que veía a otra mujer subida a un puente con intenciones de tirarse, pero siempre despertaba cuando aquella persona saltaba sin saber cómo acabaría aquella historia. Incluso había intentado recrear la cara de aquella chica en una marioneta a tamaño real, pero le faltaban detalles.

 La campana de la tienda sonó y entonces ella dijo:

— ¡Bienvenidos a La juguetería de Insomnia! ¿Qué desea?— Nada más levantar la vista encontró al portador de la maleta, que levantaba una foto con la cara de la chica de sus sueños.
— ¿Conoce usted a esta mujer? — preguntó con cara demasiado seria como para estar interesado en comprar nada de la tienda.